La función de Tribunal Constitucional, se ejerza con un órgano así llamado, como en España, o bien por otro tribunal o consejo con similares competencias, constituye una de las claves de los sistemas democráticos constituye una de las claves de los sistemas democráticos. Estos se basan en una libertad de acción y de elección de representantes, así como en un servicio judicial altamente objetivo y profesionalizado. Pero, sobre todo, se fundamentan en que la Constitución es un pacto sobre lo esencial, que todos, con independencia de sus opiniones partidarias o ideológicas, comparten. De ahí que convenga no solo que las Constituciones se aprueben o modifiquen por mayorías muy cualificadas, sino también que, a la hora de interpretar los puntos conflictivos de aplicación de una Constitución, el Tribunal especializado en ella siente doctrina también con unas mayorías holgadas.
La razón es evidente: si las normas que deben ser el marco de juego político para todos empiezan a modificarse a voluntad según las mayorías electorales de cada momento, sucedería con la Constitución y su interpretación lo que ha venido ocurriendo con las leyes educativas: un continuo cambio que no permite ni asentar lo bueno que pueda tener la normativa (pues no vive más allá de cierto tiempo) ni impedir lo malo de la misma (que suele ser de efecto inmediato, como hemos visto en la desgraciada ley del ‘solo sí es sí’ del PSOE y Podemos). Entonces las sentencias perderían su valor de implicación ética y emocional para toda la ciudadanía. Se daría una pérdida de legitimidad (para millones de personas que en ese momento del ciclo están en la oposición) de una normativa democrática. Por tanto, sería una imprudencia actuar así. En el caso de España, los métodos de reforma de la literalidad del texto constitucional son tan arduos, que no es fácil que los que sienten la tentación unilateral la puedan llevar a cabo. Menos mal, porque de otra forma ya en las presidencias de Rodríguez Zapatero y de Sánchez hubiéramos sufrido intentos de este tipo. Pero hay otro modo de alterar la Constitución: forzar la parte interpretativa, es decir, hacer que el Tribunal Constitucional lea la Constitución con las gafas del color apropiado, que el poder ejecutivo oportunamente le facilite.
Eso intentó Rodríguez Zapatero con el Estatut de Catalunya y produjo dos consecuencias nefandas: un desgaste tremendo del Tribunal y una reacción radicalizante en aquella comunidad, que acabó con la declaración de independencia de 2017 y la aplicación desde el Senado del artículo 155 de la Constitución.
Me consta que no todos los socialistas están conformes con esta manera de sacrificar la virtud integradora de la Constitución y del Tribunal Constitucional a las conveniencias de pacto con los elementos más disolventes o disparatados del abanico político de España. Sin embargo, sus quejas no alcanzan ni la intensidad ni la eficacia necesaria para que quienes dirigen el rumbo del PSOE modifiquen su actitud. Solo una contundente respuesta de los ciudadanos en las urnas de 2023 conseguirá esa reconducción del socialismo.
Yo no puedo creer que, entre todos los juristas que hay en España, sea obligatorio colocar en el Tribunal Constitucional a una persona como el Sr. Campos ex ministro de Justicia en la actual legislatura , que ha estado a sueldo de un Gobierno socialista y alineado con una gestión altamente partidaria e ideológica. Es más, ha sido propuesto por compañeros como uno de los vocales que hasta hace cuatro días era miembro del Consejo de Ministros. Ni tampoco parece de recibo colocar en el Alto Tribunal a otra vocal, como la Señora Laura Diez Bueso que ha sido un alto cargo de Moncloa en este periodo legislativo.
Si esto no es una politización total y peligrosa del Tribunal Constitucional, no sé qué más lo sería. No se trata de “sensibilidades” ni “afinidades” interpretativas, sino de personas que voluntariamente han estado encuadradas en programas fuertemente partidarios y de política de poder. Y el que diga que la función judicial, incluso la judicial-constitucional, encaja bien con este tipo de politización, desde luego no es que tenga una noción de justicia diferente de la que tenemos otros, sino que ha decidido llamar “justicia” a la pura militancia. Solo falta que se lo acepte la Real Academia en su próximo diccionario.
El compromiso del Partido Popular y de nuestro presidente Alberto Núñez Feijoo con la calidad de la democracia es incuestionable. El gobierno del Poder Judicial, en aras a su independencia, debe ser elegido por los propios magistrados. Habrá lo que llaman “sensibilidades”, sí, pero jamás “correa de transmisión de un partido político”. La distinción es decisiva y determina si seremos una democracia o un estado caciquil. Y el Tribunal Constitucional no puede ser ni hijo ni padre de coaliciones parlamentarias, sino el órgano en quien la sociedad española pueda confiar como garante de derechos, libertades y principios organizativos de la nación. Pues el día en que deje de serlo España volverá a una grave polarización. En el Partido Popular no queremos ese futuro y estamos convencidos de que la gran mayoría de la gente tampoco lo desea. Este es el año en que hay que asegurarse, con el voto, de que no vaya a suceder.