Un año después de las primeras alarmas serias sobre la pandemia de coronavirus surgida en una ciudad de 11 millones de habitantes en China central, es patente que España ha resultado uno de los países más afectados por los contagios y por los fallecimientos. Espero que no seamos tan insensibles como para no sobrecogernos ante la cifra de 60.000 compatriotas muertos en esta epidemia. Si nos los hubiesen augurado hace un año, habríamos alucinado.

El peligro no ha desaparecido, aunque 2020 se cerró con la plena confianza en que el desarrollo de varias vacunas permitirá un control de esta enfermedad, salvo si se producen mutaciones que lo desmientan. Pero el hecho de que seamos un país muy afectado incluso en estos días, con una tercera ola muy grave, indica también que no ha habido una buena gestión de la crisis sanitaria. La segunda y la tercera olas vienen no, como la primera, de una gestión discutible en Moncloa, sino de una gestión expresamente mala, caótica y que no tiene en cuenta la realidad del país.

Esta gestión pésima ha tenido efectos económicos también pésimos. El PIB de España es el más afectado en los países europeos comparables. El desempleo declarado, y el camuflado en regulaciones temporales de incierto destino, ha vuelto a subir con fuerza. Miles de pequeños negocios han cerrado y otros temen un semestre negro en estos días de 2021. Entre los muchos sectores afectados ha estado, sin duda, la hostelería. Un sector al que se viene tratando, no con política contra la epidemia, sino con una epidemia de mala política.

Aquellos que han tomado, sin enseñar informe científico alguno, medidas draconianas contra los hosteleros y sus trabajadores en Cantabria, han sido luego los más habladores sobre “salvar el verano”, “salvar las Navidades” y ahora “salvar la Semana Santa”. Los que no se han salvado son el medio centenar de cántabros fallecidos ni un sector económico (proyectos de vida, ahorros, empleos, hipotecas, esperanzas, estabilidad de hogares, oportunidades para los niños) que ha sido destrozado por una oscilación demagógica entre la permisividad total, rozando con el cachondeo en algunos momentos (recordemos aquel llamamiento a que vinieran los madrileños cuando allí subían los contagios como la espuma), y el autoritarismo más feroz en otros, como si esto fuera la antigua Alemania comunista.

Mientras que el covid se ha logrado gestionar adecuadamente en los colegios, institutos y universidades con protocolos claros y un compromiso de toda la sociedad, jamás se ha planteado que la hostelería pudiera trabajar con unas normas similares. El daño que estos bandazos han causado tanto a la salud pública (con las fases de relajación excesiva que así era considerada por la destituida directora general de salud Pública de Cantabria) como a la salud económica (en las fases de cerrojazo brutal e inconsiderado) es considerable.

Por eso las injerencias del presidente cántabro en la estrategia covid de la comunidad de Madrid y de la presidenta Isabel Díaz Ayuso han sido, no solo una impertinencia y un mal hábito en un estado autonómico que se basa en el respeto a la diversidad, sino además una injusticia manifiesta. Ayuso ha protegido los negocios y empleos de la hostelería en Madrid sin por ello desatender sus obligaciones sanitarias. Muy al contrario, fue ella la que ha impulsado con su equipo dos grandes éxitos nacionales e internacionales en la lucha contra la pandemia: el hospital de Ifema en primavera y ahora el hospital Isabel Zendal. Y esto tiene un gran mérito, pues Madrid, por su posición estratégica en la península, densidad de población y apertura a tráficos internacionales, es la comunidad donde más difícil resulta controlar el covid.

En cambio, en Cantabria se dijo de convertir Liencres en hospital covid (podría haber sido nuestro “Isabel Zendal” con la ventaja de que no había que construirlo), pero luego se ha seguido trastornando gravemente la actividad no covid de Valdecilla y otros hospitales. Y la caótica campaña de vacunación no ha mostrado en ningún momento la seriedad de planteamiento que una situación histórica tan extraordinaria requiere.

Todo esto ocurre porque en nuestra región los papeles del poder se han repartido entre los dos actores del siguiente modo: el actor socialista gobierna y el regionalista comenta. Y el socialismo, con su idolatría de la burocracia y con su desprecio al mundo privado, es quien tiene bula en Cantabria para arrasar con sectores enteros de nuestra economía y nuestro empleo. ¿Cuántos han cogido el covid en las grandes cafeterías interiores de los hospitales, que han estado siempre funcionando? Porque, si fueran focos, es de imaginar que se habrían clausurado de inmediato. Pero si no lo son, ¿por qué las demás cafeterías sí? La Presidenta Ayuso ha actuado con sentido de la responsabilidad sanitaria y económica; el de Cantabria, sin ninguna de las dos. Urge un cambio fundamental, con protocolos razonables para hostelería y otros sectores, y con una organización a la inglesa para una vacunación todo lo masiva y veloz que los suministros permitan.

 

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