Que una ministra del Gobierno PSOE-Podemos-IU en funciones llame “golpista” a un ex presidente democrático del Consejo de Ministros, por ejercer su libertad de expresión y llamar a la sociedad a ejercerla, es algo de una gravedad inusitada, que no debemos aceptar ni normalizar en nuestro sistema de libertades. Máxime cuando se trata de que los insultadores están preparando una injustificable amnistía de sus delitos a los verdaderos “golpistas”: los dirigentes separatistas catalanes que, vulnerando la Constitución, los derechos de los ciudadanos de Cataluña y los del conjunto de los españoles, proclamaron la independencia el 1 de octubre de 2017. Algunos de los responsables han sido juzgados y sentenciados, y posteriormente indultados por el Gobierno de Pedro Sánchez. Fueron indultos muy discutibles, pues no ha mediado en ningún momento arrepentimiento, por lo que se perdonó a personas que pueden reincidir y es posible que lo hagan. El PSOE les ha mostrado que sale barato intentar dinamitar la Constitución de España.

Pero la amnistía va mucho más allá que los indultos. En primer lugar, porque libraría a los prófugos de hacer frente a sus responsabilidades ante el conjunto de la sociedad. Con ello se crearían varias categorías de ciudadanos: los que deben responder de sus actos porque son meros ciudadanos de a pie, y los que se libran de todo porque son políticos; los que por el mismo hecho delictivo han sido enjuiciados y sentenciados, y los que se han librado de ello gracias a la huida y a subterfugios para ganar tiempo. El principio de respeto a las normas y de igualdad ante la ley quedaría completamente minado. Tanto los miembros del Parlament como del Govern recibieron en su día numerosas advertencias legales de que lo que estaban haciendo violaba el orden democrático, pero hicieron caso omiso. No se puede premiar esa actitud totalitaria.

En segundo lugar, la amnistía como concepto presumiría que nuestra democracia actuó mal en 2017 al oponerse a la independencia declarada por el nacionalismo catalán y aplicar, por decisión del Senado, el artículo 155 de la Constitución (quiero recordar que con el voto favorable y convencido del PSOE). La realidad fue justo la contraria: el Gobierno de España y las Cortes actuaron con suma prudencia, realizaron múltiples llamamientos al sentido común y respeto a las leyes. Y ante el hecho consumado de una declaración de independencia, se optó por intervenir de la manera más eficaz y menos incómoda. La propia convocatoria de elecciones autonómicas devolvió a los electores de Cataluña su libertad perdida. Aunque el particular sistema catalán, que prima a las tres provincias más rurales frente a Barcelona, permitió una nueva mayoría de escaños nacionalistas, el voto popular directo fue muy claro: más del 50% de los sufragios fueron a candidaturas no nacionalistas y no independentistas. Si la voluntad de los catalanes hubiera sido la independencia, sin duda se hubiera mostrado en ese momento con un éxito arrollador, que de ningún modo se produjo. Fue una prueba más de la desconexión entre mayoría parlamentaria de la Generalitat y mayoría ciudadana del pueblo catalán que existía en el momento de la declaración de independencia.

Esa desconexión se ha hecho recientemente más profunda. En las elecciones del pasado 23 de julio, el primer partido en votos en Cataluña ha sido el PSC, el segundo Sumar y el tercero el PP, que ha recibido más apoyo de los catalanes que ERC o Junts. En estas elecciones, con una alta participación, los partidos no independentistas catalanes han obtenido un 69% de los votos, es decir, más de dos de cada tres catalanes dieron la espalda a los separatistas. Por tanto, si ya en 2017 las ilegalidades de Puigdemont y sus socios eran contrarias a la opinión mayoritaria catalana, en 2023 lo son aún más. Y no es por la política de Pedro Sánchez, sino porque en 2017 se dejaron claros los límites de defensa de las libertades de todos. Límites que ahora los socialistas tornan borrosos, para preocupación de millones de españoles, incluidos referentes históricos del propio PSOE.

Hacer cumplir la Constitución no fue ni delito ni injusticia; vulnerarla, en cambio, sí lo fue. No se trató de un delito común de unos ciudadanos particulares afectando a otros ciudadanos particulares, sino de un delito cometido por autoridades políticas en contra de la integridad y convivencia democrática de los españoles. La amnistía, además, puede suponer que todo el dinero público malversado en el “procès” quede sin castigo y que los malversadores se salven de responder ante los ciudadanos a los que robaron. Por último, significará que los autores de los delitos podrán participar plenamente en la vida política, no tras una reconciliación, sino tras un chantaje puro y duro, es decir, sin base ética ninguna.

Un Gobierno socialista apoyado en concesiones vergonzosas al independentismo podría durar unos meses o unos años, en todo caso no iba a ser eterno. Pero el daño a nuestro sistema democrático en fundamentos básicos como la igualdad ante la ley o la legitimidad del orden territorial no sería pasajero, sino permanente. Como ex senador, estoy habituado al uso de las diversas lenguas oficiales en la Cámara Alta, ya que está especialmente definida como órgano de representación territorial. Y la diversidad lingüística me parece una riqueza cultural que se debe cuidar. Pero regalar en el Congreso al separatismo la imagen de una España donde para hablar unos con otros necesitamos pinganillos me parece un exceso. Que un diputado del PSOE no pueda entender a otro del PSC sin pinganillo nos indica que lo mejor para España es un Gobierno sensato y centrado como el que ofrece Alberto Núñez Feijóo en su candidatura a Presidente del Gobierno.

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