Al cumplirse diez años de la proclamación del rey Felipe VI, hay que resaltar la aportación de la monarquía constitucional y democrática a la convivencia entre los españoles, y felicitar a la Familia Real por su trabajo.

La conmemoración del décimo aniversario de la proclamación de don Felipe VI como Rey de España ha sido un acontecimiento de profundas significaciones, tanto históricas como de presente. Desde prácticamente el siglo XVIII, las transiciones entre reinados han sido muy poco fluidas. Los dos más largos en el tiempo y regulados por constituciones de inspiración liberal, los de Isabel II y Alfonso XIII, no terminaron bien, y ambos hubieron de exiliarse, la reina en 1868 y su nieto en 1931. Por tanto, la transición tranquila desde las cuatro décadas de jefatura del estado de Juan Carlos I, con la democratización y la europeización como hitos fundamentales, a su hijo el Príncipe de Asturias posee un gran significado: que España está siendo capaz de superar las oscilaciones extremas que han atormentado su trayectoria política en la edad contemporánea.

Hemos de felicitarnos por tener una monarquía constitucional normalizada y asentada como la de sociedades prósperas con las que siempre quisimos compararnos: las nórdicas, el Benelux, el Reino Unido. Ejemplos que demostraban sobradamente que una monarquía moderna, como formato institucional simbólico, es perfectamente compatible con un régimen de máximas libertades democráticas y crecimiento económico. Casi todos los países del mundo que hoy generan problemas globales son repúblicas. Tómese nota de este notable hecho estadístico.

Hoy en día, la sociedad española reconoce el valor y el trabajo del rey Felipe y de la Familia Real, con una ilusionante figura en la Princesa de Asturias, Leonor, que deberá garantizar, en un futuro más o menos distante, la confirmación de esta nueva tradición de relevo ágil en la jefatura del estado. De momento, ya ha jurado solemnemente la Constitución ante las Cortes.

El décimo aniversario de la proclamación de nuestro Rey ofrece, además de esta perspectiva histórica, otra de plena vigencia en el presente. Si su padre tuvo que enfrentarse en febrero de 1981 a una conspiración que quería cancelar la democracia y regresar a un régimen autoritario bajo vigilancia militar, don Felipe hubo de afrontar otro golpe tremendo: el intento de los nacionalistas catalanes de, manipulando a su antojo e ilegalmente las instituciones de todos, separar a Cataluña de la España a la que pertenece y en la que ha venido participando activamente desde hace medio milenio en todos los terrenos.

Este golpe nacionalista a la democracia fue respondido por Don Felipe con discurso firme, porque no se podía dejar desamparada a la mayoría del pueblo catalán, que no es independentista ni mucho menos. Su pronunciamiento fue reconfortante en unos momentos de grave inquietud ciudadana. Ese día supimos que el Rey no solo es símbolo de la unidad de la ciudadanía española en su marcha a través de la historia, sino también un ancla de nuestra convivencia frente a quienes se quieran saltar las reglas del juego democrático. El Gobierno de Mariano Rajoy, buscando el consenso con las demás fuerzas democráticas, puso razón jurídica y operativa a ese sentimiento que nuestro Rey había expresado con tanta sinceridad y honestidad institucional.

Algunos pensamos que el Gobierno de PSOE y Sumar no ha estado a la altura de esta efeméride del décimo aniversario regio. Es un Gobierno que insulta a otros jefes de estado de países hermanos, con los que el Rey tiene que verse con frecuencia (por cierto, nuestro Gobierno ofende a jefes de estado que, gusten o no, han sido elegidos por sus ciudadanos en elecciones democráticas limpias, mientras por otro lado hace la pelota a jefes de estado elegidos en pucherazos autoritarios). Un Gobierno que amnistía precisamente a los elementos que obligaron a Don Felipe a pronunciarse de forma excepcional para reasegurar su compromiso con el principio de legalidad democrática en España. Un Gobierno que es incapaz de coordinar su agenda con la Casa Real, con lo que nuestro jefe de Estado ha acudido, hecho insólito, sin correcto acompañamiento oficial a Estonia, donde nuestras tropas apoyan a los aliados frente a las amenazas de Putin.

En general, muchos hubiésemos deseado un programa de celebraciones acorde a la importancia del asentamiento de la monarquía constitucional en España y su valor para nuestra imagen internacional. Nuestro excesivo comedimiento contrasta con el empeño que ponen otras naciones, como Suecia, Dinamarca, Países Bajos o Reino Unido, en aprovechar los aniversarios de sus monarcas como ocasión de reafirmación de la convivencia cívica y de inclusividad del estado respecto de la variedad de sus ciudadanos, así como de refuerzo de la marca-país hacia el exterior gracias al atractivo mediático de las familias reales. Un país importante tiene que creérselo en la solemnidad de sus eventos oficiales. Lo hemos visto hace poco en los actos de conmemoración del desembarco en Normandía, donde el primer ministro británico ha sido penalizado políticamente por no atenderla bien. ¿Por qué nos resistimos a creer que España es un gran país y que de la promoción de su imagen solo beneficios de todo tipo pueden derivarse? Esperemos más ambición para próximas efemérides.

Los cántabros valoramos muy positivamente el papel de la monarquía constitucional en la estabilidad y desarrollo democráticos. Desde Cantabria, pues, tenemos que felicitar al Rey y a la Familia Real por este aniversario, desearles suerte en los próximos tiempos de su labor.

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