Los mensajes del Gobierno de España en el inicio del curso político no pueden ser más demoledores para cualquier cosa que se parezca a la normalidad democrática. Hemos entrado en una situación definida por una vulneración premeditada de todos los buenos hábitos que deben acompañar a las formalidades legales para no vaciarlas de contenido real.
Pedro Sánchez, en una entrevista propagandística en la televisión pública formuló tesis enormemente preocupantes: contra la independencia de la justicia; contra la investigación de casos de corrupción, si le afectan a él; contra el derecho de los ciudadanos por vía parlamentaria a determinar en qué y cómo se gasta el dinero de sus impuestos, por medio de la ley presupuestaria anual; contra la salubridad de las elecciones democráticas cuando una legislatura no es capaz de legislar.
Simultáneamente, su Gobierno ha cargado a todos los españoles con deudas millonarias que hasta ahora correspondían solo a cada comunidad autónoma que las había contraído. Y esto lo ha hecho sin acuerdo con la gran mayoría de comunidades autónomas. Con ello, por ejemplo, un cántabro asume como español parte de la deuda pública catalana generada durante los gobiernos del procés de Carles Puigdemont, y con ello está financiando con sus impuestos gastos que se destinaron a destruir la democracia española tal como la conocemos. La mutualización (que no condonación) de deuda tiene por único objetivo contentar a los socios parlamentarios independentistas, que siguen favoreciendo que el partido que perdió las elecciones de 2023, el PSOE, se mantenga sin embargo en el poder cueste lo que cueste.
Es decir, el normal funcionamiento de la justicia, de la hacienda pública, del estado autonómico, de las Cortes Generales y de los propios mecanismos de participación de la ciudadanía a través de las urnas son asuntos que el Gobierno socialista no considera más prioritarios que su propia permanencia en el poder a costa de lo que sea.
Todo revela un contexto de desgobierno y de pérdida de tracción democrática: el apagón eléctrico de la pasada primavera (aún no explicado ni depurado); la escalada de los precios de la vivienda y de los casos de okupación propiciados por el propio Gobierno; los problemas continuos con los ferrocarriles; la recurrencia de incendios forestales devastadores ante la ausencia de una estrategia nacional; la escasez de médicos para la sanidad pública, por incapacidad de los ministros de sanidad y universidades; el intervencionismo en los procesos de fusión bancaria; el despropósito del “efecto llamada” del Gobierno español a la inmigración ilegal y el descrédito, por manipulación ideológica, de instituciones que deberían ser garantía de ecuanimidad democrática (TC, CIS, Fiscalía General, TVE).
Y lo más inaceptable de todo ello es que, siendo medidas que se han adoptado por el único motivo de la supervivencia en el poder, encima se quieran ahora hacer pasar por bálsamos curativos de los problemas de España. Lo que antes rechazaban ahora es lo más de lo más.
Como necesario complemento de esta política de la anomalía y del descaro, que es contraria a la mayoría de la opinión pública española, el Gobierno socialista realiza un enorme esfuerzo para publicitar y dar alas a la derecha más radical de nuestro país. A la incapacidad de gobernar bien y con normalidad, se une así la planificación maquiavélica de la radicalización de España, para plantear de nuevo las elecciones desde el miedo y el maniqueísmo, no desde los proyectos y las soluciones.
Todos los países donde se ha jugado a ese juego han debido lamentarlo después. El simplismo de lo radical arraiga durante un tiempo en parte de la opinión pública. Ese juego irresponsable ha propiciado el segundo y problemático mandato de Trump, el triunfo de Milei y su motosierra, la ingobernabilidad de nuestros vecinos franceses, y está poniendo en jaque incluso a una mayoría tan absoluta como la del laborista Starmer en Gran Bretaña, a rebufo de los discursos de Reform UK. No será preciso subrayar que AfD es hoy el segundo partido en escaños en el Bundestag. Por fortuna, en Alemania los socialdemócratas siempre han sido mucho más responsables y cívicos que los socialistas en España. Si no, Europa tendría un verdadero problema existencial. Por tanto, fomentar radicalismos es una profunda irresponsabilidad.
Naturalmente, los beneficiados por el maquiavelismo del Gobierno están encantados con la promoción. Pero en España todo el mundo sabe que no hay más alternativa de normalidad democrática y eficacia de la administración que el Partido Popular de Alberto Núñez Feijóo. Sus legislaturas en Galicia demostraron sobradamente que los principios de gobernar para todos, contar con la sociedad y hacer bien los deberes institucionales funcionan, proporcionan a hogares y empresas muchas más oportunidades de prosperar, y fomentan la convivencia y el espíritu de solidaridad.
Este Gobierno nació de la falsedad, y se ha instalado en la corrupción y la manipulación de las instituciones. Su salvavidas es, entiende él, enfrentar radicalmente a dos Españas. Hace mucho que ya no responde a la opinión mayoritaria del país, y los partidos que lo sostienen lo saben tan perfectamente, que hasta el propio Otegui lo ha confesado. No quieren elecciones porque el pueblo diría algo que no les resulta favorable. El axioma de la legislatura es acallar al pueblo español. Mayor anomalía no cabe.