Necesitamos estrategias agrarias e industriales que aseguren el suministro básico en condiciones competitivas y no nos hagan tan dependientes de problemas y situaciones extraeuropeos.

La crisis sanitaria y económica producida por una pandemia que todavía se resiste a dejarnos en paz ha puesto al desnudo el problema de la seguridad de suministros en Europa. Y la escalada de precios en estos meses de vacilante recuperación revela más consecuencias todavía de la posición de vulnerabilidad en que nos estamos colocando a nosotros mismos.

Al permitir la deslocalización masiva de producciones agrarias e industriales, hemos dejado gran parte de nuestras vidas en manos de terceros y de sus propios problemas y/o decisiones estratégicas. Hace año y medio, era un drama conseguir simples mascarillas, o tests, o respiradores para las UCIs. Hoy es extraordinariamente arduo comprar un automóvil, una bicicleta o la PlayStation último modelo. El precio de la electricidad está en máximos históricos, y los combustibles no dejan de martirizar al ciudadano a su paso por la gasolinera. Este invierno, la inflación del precio del gas hará que cada DANA o borrasca les cueste mucho más en calefacción a las familias. Por otro lado, nuestros ganaderos de Cantabria claman contra la industria y la cadena del mercado lácteo, puesto que sus ingresos no cubren unos costes de producción que se han disparado. También nuestras industrias, a la vez que experimentan la competencia de terceros, han visto subir los costes energéticos y del transporte.

La desindustrialización de Europa hacia otros continentes, y la reducción de su red humana de productores agroganaderos también en función de explotaciones extensivas en otros países (donde las legislaciones ambientales pueden ser más laxas que en la Unión Europea), tiene un aspecto que no es solo el impacto en la economía, el empleo y los recursos tributarios que esas plantas y granjas sostienen, sino que además tiene que ver con la seguridad. Es decir, con saber si podremos adquirir determinados bienes básicos, en vez quedar desabastecidos de ellos y metidos en espirales inflacionarias que perjudican a todos, y especialmente a los que tienen rentas más bajas.

No sería lógico defender pasos atrás en la globalización, entre otras cosas porque el comercio con Europa ayuda a muchos países terceros a desarrollar sus propias economías y prosperar. Pero lo que sí se puede plantear es un reequilibrio. Vivimos en una sociedad de alta tecnología y nuestra actual dependencia respecto de un pequeño grupo de plantas extraeuropeas de fabricantes de chips no es justificable. Tampoco que nuestro IPC dependa de si Argelia y Marruecos se llevan bien o mal, o de si Rusia decide emplear su gas como arma geopolítica. Los actuales problemas afectan a todo tipo de detalles incluso de la vida cotidiana de nuestras ciudades y pueblos. El encarecimiento de materiales de construcción se ha alegado como una causa de paréntesis en una obra en un barrio santanderino, y los problemas para conseguir piezas de recambio afectan a algunos servicios de movilidad peatonal también.

Estos son pequeños detalles de un gran problema estructural: Europa se ha vuelto dependiente, para suministros básicos, de terceros países y de ocasionales cuellos de botella ante los que realmente no hay defensa a corto plazo. Como europeos, españoles y cántabros, hemos de plantearnos la seguridad del suministro como un criterio tan importante como el propiamente económico. Todos aceptamos mantener una red de ferrocarriles, aunque personalmente no viajemos mucho en tren: para nosotros es importante tener disponible el servicio ferroviario todos los días y de modo previsible. Lo mismo sucede con los puertos, con independencia de si entra algún barco más o algún barco menos. Con esta filosofía, hay que determinar que ciertas industrias esenciales no pueden dejarse a merced de la geopolítica global, sino que deben organizarse en el plano europeo mucho mejor.

Y el primer paso es defender lo que ya tenemos. Nuestras explotaciones ganaderas. Nuestras fábricas en todas las zonas industriales entre Mataporquera y Santander y entre Val de San Vicente y Castro-Urdiales. Nuestra industria auxiliar del componente de automoción. Las plantas de transformados metalúrgicos y químicos. Como ya expliqué en otra opinión anterior, el actual Gobierno central ha metido innecesariamente en líos a todos estos sectores, con la política energética y con otras medidas de aire ecologista, pero que no suponen realmente más que complicar miles de vidas. Un susto legal de esa clase precipitó el cierre de Sniace a principios del año pasado, y aún no sabemos qué sucederá con ese relevante complejo fabril en Torrelavega.

Tenemos que defender nuestras producciones. Debemos abogar desde el ámbito nacional y sectorial, en alianza de empresas, trabajadores e instituciones, para que Europa sea más consciente de su fragilidad. Necesitamos políticas agrarias e industriales que protejan nuestro tejido productivo dentro de unos márgenes de seguridad, sin perjuicio del fomento de la competitividad, la innovación y el comercio internacional. El covid-19 y ahora el IPC son dos importantes avisos de una dinámica económica y empresarial que hay que corregir.

Como ya he defendió en varias ocasiones en este mismo medio de comunicación y en otros foros,   un país sin una buena base industrial es un país sin futuro, baste decir que los países más desarrollados son los países que disponen de un gran tejido industrial. Ese debe ser el objetivo de nuestro país y por supuesto de Cantabria, favorecer las políticas que contribuyan al mantenimiento y la implantación de sectores industriales.

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