El Partido Popular ganó las elecciones del 23 de julio no solo en votos absolutos, sino además en 14 de las 19 regiones o ciudades autónomas y en 38 de 50 provincias.

 

La investidura puede salir adelante o no, y en este último caso buscarse en el Congreso otras alternativas, pero lo que está claro es que la primera opción es que se someta a votación el candidato del partido que ha ganado las elecciones generales, pues nadie representa a más ciudadanos que él. El Partido Popular, liderado por Alberto Núñez Feijóo, ganó las elecciones del pasado 23 de julio con más de 8 millones de votos y una distancia de 300.000 votos sobre el segundo clasificado. Además, ese triunfo se logró en condiciones de amplio respaldo territorial: el PP venció en 12 de las 17 comunidades autónomas y en las dos ciudades autónomas; por otra parte, triunfó en 38 de las 50 provincias españolas. Su legitimidad numérica para reivindicar la prioridad en la votación de investidura es indudable.

A los 137 diputados del PP en el Congreso, entre los cuales tengo el orgullo de integrarme en representación de mi tierra cántabra, se nos han anunciado los votos adicionales de Vox, 33 escaños, sin ninguna contrapartida en el acceso a un posible Gobierno. Esta suma arroja la cifra de 170 y estamos en negociaciones con Coalición Canaria y con Unión del Pueblo Navarro para configurar un mínimo de 172 votos a favor de la investidura del presidente de Feijóo.

Frente a esta opción, el perdedor Pedro Sánchez solo puede tener éxito de investidura si logra los votos favorables de todos los demás partidos, entre los que no solo están los radicales de Sumar, sino partidos abiertamente separatistas como Bildu, Esquerra Republicana de Cataluña, el Bloque Nacionalista Galego y el Junts del prófugo Puigdemont, más el Partido Nacionalista Vasco, que tanto en 2018 como en 2023 parece haberse inclinado a ser avalista de aventuras que nadie sabe cómo pueden terminar, si llegan a emprenderse. Un error importante que, cuando se quiera rectificar, quizá ya no sea posible, si la situación degenera en lo incontrolable.

Es decir, frente a una investidura de Feijóo para formar gobierno monocolor del PP y aplicar un programa pragmático y de centro político, lo que se alza es otro “Frankenstein”, pero ahora mucho más amenazador, porque para configurarse necesitará políticas sectoriales aún más radicales y disparatadas (como las de vivienda y universidades, o la ineficacia total en la aplicación de los fondos europeos) y, sobre todo, negociar la unidad de la España constitucional con aquellos que desea destruirla.

El nuevo “Frankenstein” supondría también el asalto definitivo a todas las instancias independientes que son garantía de imparcialidad y rigor técnico en el estado democrático. Acabamos de ver cómo la dócil Fiscalía, en vez de velar por el interés general, corre a impugnar la resolución del Tribunal Constitucional que desestima las pretensiones del fugado Puigdemont. El nivel de manipulación partidaria de todas las instituciones que representan lo público en sentido neutral seguirá elevándose. Con la excusa propagandística del miedo a Vox, los socialistas recabaron votos que al final pueden servir para que continúe el retroceso de la democracia en España. Cuando destacadísimas instituciones que han de velar por el juego limpio y el interés general están ocupadas actualmente por personas procedentes del poder ejecutivo o estrechamente vinculadas a él (véase el señor Campo, exministro de Justicia y un alto cargo de Moncloa, Laura Díez, que han pasado a formar parte del Tribunal Constitucional en la última renovación impuesta por Sánchez), la quiebra moral y de confianza es un resultado natural. ¿Qué español en su sano juicio se cree hoy una encuesta del CIS, carísimo organismo que pagamos todos con nuestros impuestos? ¿Qué español considera que las sentencias constitucionales no guardan ninguna relación con el largo brazo de Moncloa? Pues cada vez menos, por desgracia. La propia noción de un juez “partidista” es aberrante y va contra la idea de la justicia y de la igualdad de oportunidades entre litigantes que quieran hacer valer el mejor argumento ante un árbitro imparcial.

Pero no solo por estas cuestiones de higiene y solidez democrática es necesario que Feijóo afronte una investidura presidencial, sino que como cántabros también tenemos un interés especial en que así sea. Otro “Frankenstein” seguirá azuzando a los lobos contra los ganaderos, dejando caer la industria electrointensiva y demorando o denegando a Cantabria inversiones absolutamente estratégicas para nuestra modernización económica. Desde luego, no creamos que a Cantabria le irá bien si las concesiones a los nacionalistas radicales empiezan a agrandar las situaciones de desigualdad y debilitan la cohesión de España. Sobre todo, no se ve cómo las concesiones a los nacionalistas radicales podrían reforzar a los nacionalistas moderados. Ya estamos viendo en el vecino País Vasco cómo el ascenso de Bildu amenaza con devorar al propio PNV. No se puede jugar con fuego y el afán de Pedro Sánchez de mantenerse en el poder a toda costa puede causar un grave daño al país y, desde luego, a nuestra comunidad, cuya lista de agravios es ya kilométrica.

Lo más oportuno es, por tanto, un proceso de investidura de Núñez Feijóo. Si los socialistas o el PNV prefieren una opción “Frankenstein” y la impiden, no tardando mucho tendrán que rendir cuentas en las urnas por el seguro fracaso al que se van a encaminar. Es posible que esa parte de la sociedad española a la que se quiso infundir el miedo el 23J acabe constatando que, paradójicamente, huyendo de Guatemala esperaba Guatepeor.

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